El
monstruito patoso
Javier Albert Gutiérrez, Diario INFORMACIÓN de Alicante, Tribuna, página 20, 12/2/1999 Muchas
veces me preguntó qué pensará un tigre, un impala, un leopardo, un delfín o
una orca cuando observan por primera vez a un humano. Cuando veo documentales
en la TV sobre estos encuentros en la tercera fase, y veo con qué curiosidad
los mamíferos marinos se acercan a los patosos buceadores, no dudo de que se
están desternillando de risa. Todos tienen un diseño más evolucionado que la
especie humana. Y si dudan, pregunten a cualquier profesional de la estética
y el dibujo. Pero las risas pronto se les troca en horrible mueca a estos
simpáticos seres cuando ven la inmensa crueldad que puede desarrollar el
monstruito ridículo, el deforme cabezón. Sí,
he dicho bien, qué pensará. Porque eso de que sólo la especie humana es capaz
de pensar me parece de un engreimiento y un egocentrismo sin límites. Pensar
se puede pensar de muchas maneras. El hombre siempre ha tendido a despreciar
lo que ignora o no comprende. Afortunadamente va cambiando la mentalidad que
los humanos teníamos respecto a los demás seres de la naturaleza. En el siglo
XVIII, el siglo de la razón y de las luces, se editaban tratados en los que
se estudiaban las caballerías como meras máquinas puestas al servicio del
hombre. Decir que un animal tenía sentimientos hubiera sido una barbaridad,
decir que tenía alma una herejía. Y todavía hay mucha gente que sigue
pensando así. Hasta
bien entrado los años sesenta de este siglo derribar grandes mamíferos con
potentes rifles era considerado una hazaña. ¡Que ufanos posaban los cazadores
sobre elefantes, rinocerontes, leones y tigres! cuando en realidad eran
cobardes asesinatos sin ningún riesgo.
En los años sesenta algunos animales que hoy están protegidos, como
las rapaces, linces, zorros y lobos, eran considerados alimañas y daban
recompensas por matarlos. Valía todo: cepos, venenos, redes y los más crueles
métodos con tal de que fuesen eficaces. Yo,
afortunadamente, nacido y criado en el campo, en el campo de esta terreta
ancestral, desde que vine al mundo he crecido con gatos, perros, aves,
caballerías y demás bichos. He vivido, trabajado y viajado con ellos y jamás
pensé que no fueran tan listos o más que muchas de las personas que nos
rodeaban. He conocido perros tímidos y descarados, inteligentes y cortos, pillos y nobles, agresivos y buenazos, valientes y cobardes, temerarios y prudentes, atropellados y sigilosos, mandones y sumisos, rebeldes y prestos, gritones y callados, cariñosos y ariscos. Recuerdo unos podencos que volvieron a casa después de haberse perdido en el monte, a doscientos kilómetros. Perras que sufrieron embarazos psicológicos. “Lupita”, que murió de un infarto al sentirse abandonada. “Foc”, que encaneció en el pueblo a los pocos días de la marcha de su amo a la capital. “Nuria”, cuya fidelidad era más fuerte que la sed y el hambre. En fin, los he visto roncar y soñar, y también despertarse asustados por una pesadilla. Todos ellos son recordados de vez en cuando en las conversaciones de las personas con quiénes convivieron y a quiénes prestaron su compañía y servicios. Ninguno de ellos tenía un pelo de tonto y, desde luego, no podría decir que sus trabajos, ocurrencias, juegos, travesuras, bondades, amores y sentimientos fueran más o menos fuertes que los de las personas. Si
le preguntáramos a cualquier naturalista de los que han pasado su vida
estudiando elefantes, gorilas, chimpancés, lobos, orangutanes, delfines, orcas
y ballenas, estoy seguro que ninguno de ellos diría que esos seres carecen de
inteligencia. No
creo que haya ningún hombre que viva tan tranquilo y feliz como una ballena
corcovada, que se puede pasar varios meses holgazaneando sin preocuparse por el
alimento y, encima, le puede cantar a su novia una romántica canción de amor
a tres mil kilómetros de distancia. |