Los paraísos perdidos

 

Javier Albert Gutiérrez, publicado en el diario INFORMACIÓN de Alicante, Opinión, 12 septiembre de 1995.

Hace meses se celebró el cincuenta aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial: desfiles, discursos, actos brillantes y solemnes. Si fijásemos el objetivo de la cámara en el drama humano de cincuenta millones de muertos; en todo el sufrimiento que generó, directa o indirectamente, esa lúgubre cifra de bajas, estoy seguro que se nos congelaría el alma y los pelos se nos pondrían de punta. Fue una guerra cruel, donde se mato más de lo necesario, en buena parte debido a las exigencias de ideologías extremas.

Los europeos continentales, y sobre todo los mediterráneos, hemos sido muy aficionados a construirnos un mundo perfecto, fiel reflejo de nuestro cerebro lógico; y que la mayoría de las veces, ingrávido en el aire como una pompa de jabón, nos ha explotado en las narices, dejándonos en el mayor de los ridículos.

Y es que esas ideologías que, en algunos casos, pueden ser un ejercicio saludable para la propia educación, se pueden volver inútiles y dañosas, cuando se cultivan más allá de este límite (porque nos hacen ver distorsionado el mundo a través de su específico prisma filosófico). Como decía Machado: "...Nunca extrañéis que un bruto se descuerne luchando por la idea".

Y es que las cornadas y las coces entre revolucionarios que buscaban el paraíso terrenal y conservadores que rechazaban los paraísos impuestos a golpe de guillotinas, hoces y martillos, han derramado más sangre en los dos últimos siglos que en el resto de la Historia de la Humanidad.

Hubo un tiempo en que el título de intelectual sólo se otorgaba a aquellos que llevaban colgando de la manga de la zamarra o del culo del pantalón vaquero la etiqueta marxista.

Recuerdo que en unas jornadas de filósofos jóvenes, que se celebraban en Alicante, allá por el año 77, el catedrático de Latín de la Universidad de Oviedo, señor Bueno, llegó a afirmar que la dialéctica marxista permitía, como había demostrado Mao Zedong, cultivar tomates. El marxismo era el método perfecto de análisis de la realidad. Con él se podía explicar científicamente la Historia, producir acero, fabricar coches, ladrillos, etcétera... finalmente alcanzar el cielo en la Tierra. El otro día, en el programa de Julia Otero, lo vi en televisión. Le preguntaron si todavía era marxista. Respondió que sí. ¡Quizá porque está jubilado! -ahora ya no se lleva esa marca, aunque todavía quedan algunos dinosaurios sueltos-. El paraíso que nos iba a traer los marxistas, hoy es un infierno que arde por los cuatro costados.

El primer paraíso, la CEI, es un mercado negro, donde las armas del antiguo Imperio Soviético se venden ilegalmente a precio de saldo. Al mismo tiempo que se acentúa su inestabilidad política, se incrementan las dificultades para controlar su arsenal nuclear. El Gobierno ruso ya no manda ni en Moscú, dominado por las mafias que han surgido al socaire de una revolución liberal hecha con dos siglos de retraso y a trompicones. El río de la Europa del Este está revuelto y las aguas amenazan con desbordarse y anegar Europa -el sueño de una noche de verano-

El segundo paraíso, los Balcanes, más bien parecen volcanes de metralla almacenada durante la guerra fría por Tito, y ésa sí que no discrimina a nadie. Mujeres niños y ancianos parece ser que llevan la peor ración, ante la mirada, no se sabe bien sí vigilante o expectante, de la ONU y la UE. Las atrocidades que se están cometiendo en Bosnia, Serbia y Croacia están dejando pequeños a los grandes asesinos de la Historia como Hitler y Stalin. Parece ser que el sino de la humanidad es que a un monstruo lo devore otro mayor.

Franjo Tudjman, Alia Izetbegovic y Slobodan Milosevic, apoyados por unas clientelas sin escrúpulos, prefieren ser cabezas de ratón que cola de león; o lo que es igual: presidentes de un Estado pequeño que ministros de uno más grande. Esas ambiciones personales son el primer motor que mueve sus nacionalismos exacerbados, pero es evidente que por sí solos no podría haber armado un jaleo de tales proporciones. Uno no deja de asombrarse de cómo esa pandilla de ateos hasta hace muy poco se están convirtiendo respectivamente en defensores del catolicismo, del islamismo y del cristianismo. El valerse de la religión para defender intereses personales es el truco del almendruco. Pero tampoco esto es suficiente para explicar un conflicto que desde 1991 no deja un solo día de derramar sangre y miserias. Hay algo más, y es que detrás de esos monigotes están los verdaderos responsables, los que mueven los hilos de esas marionetas que quieren ser presidentes, pero que se están quedando en simples matarifes.

Primero, alemanes, franceses, americanos, turcos y países árabes apoyaron la desintegración de Yugoslavia en un mosaico de pequeños Estados. Ahora esos mismos países ayudan a unos contra otros. Los alemanes apoyan a los croatas. Los franceses, americanos, turcos y países árabes a los bosnios y los rusos y griegos a los serbios. Son las voces principales de un coro al que cada día se les une más interpretes. Así es cómo han empezado muchas guerras. Primero se lían a golpes los pequeños y, después, se van sumando lo grandes y los otros. A río revuelto ganancia de pescadores. Lo malo es que las víctimas pueden ser tantas que los necrófagos no den abasto y por contagio se pudra todo. El segundo paraíso comunista se ha convertido en un infierno.

No tan lejos como creemos hay una nación que hace cincuenta años sufrió los zarpazos de la guerra atómica. Es una civilización orgullosa, eficiente, disciplinada, que conserva mejor sus valores tradicionales que Occidente. Ellos no han padecido las revoluciones que según algunos historiadores abrieron Europa al progreso. Sin embargo, han prosperado más que nosotros. Hoy dominan la industria y la banca, y tiene la técnica y la ciencia. Pronto no les haremos falta e incluso podemos llegar a molestarles. Allí, en la misma puerta de su casa tienen a más de dos mil millones de primos en el tercer paraíso. La civilización musulmana, el cuarto paraíso, lo está entendiendo mal. Cada día están más agresivos con Occidente. Los unos y los otros están agraviados por lo que entienden como humillaciones seculares.

China es otro imperio que no quiso desaparecer cuando le llegó la hora. Para conseguirlo se convirtió en un renovado imperio comunista. La nueva dinastía fue fundada por Mao Zedong que, como Adriano, gran filósofo y eficiente estadista, reorganizó administrativamente el Imperio. Trece años después de su muerte Deng Xiaoping aplastó con los tanques las peticiones de libertad que exigía el pueblo en Tiananmen. Le ha sucedido Jiang Zemin, que ha arrumbado definitivamente el sistema de producción socialista y ha puesto a China en vías de desarrollo. Cuando los chinos salgan de la profunda miseria que les tenía alienados, el tercer paraíso terrenal puede empezar a arder por Taiwan, Manchuria, Mongolia, Tíbet, Xinjiang, Guangxi, Ningxia, etcétera... y cuando se vuelva un infierno, que puede volverse, puede propagarse por Asia hasta Europa. Mientras tanto, Boris Yeltsin, está vendiendo una central atómica a la República Islámica de Irán, para sacar algo de dinero con que ir tirando.

China sigue con sus pruebas nucleares. Jacques Chirac no quisiera que Francia quedase rezagada en este concurso de fuegos de artificio que se prepara para dar la bienvenida al nuevo siglo. Una mecha siniestra se ha prendido. El petardo que hay en la punta, esta vez puede ser atómico.

Es el paraíso que nos han legado los comunistas para el siglo XXI... ¡si Dios no coge confesados!