Lady Di o la fiebre del sábado noche Javier Albert Gutiérrez, Revista Chasca,
diciembre de
1997 El proyecto "Princesa de Gales", llevado a cabo por profesionales de la imagen, tuvo un bosquejo perfecto para convertirse en un factor de prestigio para el Reino Unido, en una época en que éste había pasado, en muy pocos años, de ser una imperio hegemónico a escala mundial a una potencia de segundo orden. Dibujado perfectamente el perfil de la aspirante, había que dar una imagen de modernización a la institución monárquica: rancia nobleza anglosajona y no una princesa extranjera, como había sido la norma en los últimos siglos; una persona guapa pero no distante; y fotogénica y dulce para que el pueblo se identificara fácilmente con ella. Después, crear el mito era tan fácil como lo fue teñirle a Diana el pelo castaño de rubio pajizo. El Reino Unido, con tres siglos de retraso, iba a explotar una nueva mina del Potosí lo suficientemente generosa para tener contentos a radios, televisiones, prensa y público en general. La boda del siglo ya fue un adelanto, nadie se quedó sin su trozo de "tarta nupcial". Sin embargo actuó un factor distorsionador, ajeno a la fríos análisis de lo peritos en comunicación e imagen. Falló la Reina Madre y falló la reina Isabel II, que llevadas de su amistad con los Spencer, eligieron con el corazón más que con la cabeza a la hija de la familia amiga. La chica encajaba en el perfil: tímida y cortita, podría ser adiestrada fácilmente para desempeñar sus altas responsabilidades sin rechistar. Pero la cosa cambió cuando lo que lo que parecía "oros" pintaron "bastos". Yo siempre he dicho que prefiero como enemigo a un malo inteligente que a un tonto. Y eso por una sencilla razón: el tonto no tiene perspectiva para ver el alcance de sus maldades, que pueden llegar a ser desproporcionadas a sus propósitos y acabar con todo y con el mismo. A pesar de haber estudiado en los mejores colegios de Inglaterra -estudió en Riddlesworth Hall (Norfolk) y en la escuela West Heath de Kent- y aprender francés en uno magnífico de Suiza, a malas penas pudo acabar el bachiller. Si a esto unimos los antecedentes de su madre, con problemas psicológicos y divorciada a una edad temprana del noveno vizconde de Althorp, veremos que el ambiente de su infancia no era el más propicio para desarrollar la estabilidad emocional consistente y necesaria para la responsabilidad que iba a contraer. A parte de llevar muy bien los vestidos creados por diseñadores famosos y haber cumplido con las campañas sociales orquestadas por sus asesores políticos, hemos visto que ha fallado en lo que, visto los antecedentes, tenía que fallar: como una adolescente despechada, se fue a contar a la televisión que ella también le había sido infiel a su marido. Y aunque esa actitud guste a mucha gente, no es en modo alguno inteligente ni correcta, porque la inmoralidad del otro no es excusa para que ella actuara de la misma forma, por mucho que la aplaudieran los que se han hecho ricos con sus aventuras, los que han satisfecho su morbosidad malsana y los enemigos de Inglaterra. Marioneta de intereses contrapuestos, no
encuentro en ella ningún valor ejemplar, sino tan sólo una bien orquestada
campaña de marketing. En su última época empezó a deslizarse por una camino
peligroso. Fue potrilla desbocada en manos de su entrenador hípico, el
capitán James Hewitt, que a parte de los placeres, sacó, el muy ruin, buenos
dividendos a su relación. Pasó a las manos de Will Carling, apuesto jugador
de rugby, y, finalmente, dio un paso fatal al dejarse arrastrar por un
"playboy" famoso, Mohamed al Fayed, profesional de las juergas
desenfrenadas. No nos extrañemos de su muerte: ¿Cuántos de nuestros jóvenes
mueren de madrugada en la carretera todos los sábados? |